Son las siete y cuarenta y cinco de la tarde. El sol todavía pega con fuerza sobre el patio de cemento. Un niño se rasca la rodilla. Otro mira a través de la verja con la esperanza de ver llegar a sus padres. El tercero no tiene energía ni para eso: se ha tumbado en el suelo, buscando una sombra que no existe. Bienvenidos al "campamento urbano". También conocido como colegio abierto en verano. También conocido como castigo encubierto.
Los padres de estos niños no están atrapados en turnos de fábrica. Tampoco están encadenados a un mostrador por mil euros al mes. No. Muchos de ellos teletrabajan. Otros están de vacaciones. Pero todos comparten algo: han decidido pagar lo mínimo para quitarse de encima a lo que más dicen querer. Sus propios hijos.
No estamos hablando de familias que no pueden. Hablamos de familias que no quieren. Que se han gastado 600 euros en una escapada a Lisboa, pero no 300 en una semana de naturaleza, piscina, aire puro y experiencias memorables para su hijo. Prefieren dejarlo aparcado en el mismo edificio gris donde ha pasado todo el curso, con los mismos horarios y la misma rutina.
Los más atrevidos lo justifican: "Tiene actividades". "Está con otros niños". "Así yo también descanso". Lo que no dicen —porque les rompería el discurso— es que a menudo esos niños pasan hasta once horas allí. Desde las 9:00 hasta las 20:00. ¿Y quién cuida de ellos por la tarde? Voluntarios de la Cruz Roja. Gente que da su tiempo porque alguien tiene que hacerlo. Porque los adultos responsables están muy ocupados “desconectando”.
Lo más trágico es que estos niños no se quejan. Han aprendido que no sirve de nada. Que mamá necesita descansar. Que papá tiene reuniones. Que hay que ser fuerte. Y así es como se fabrican futuros adultos sumisos, desconectados emocionalmente, que jamás pondrán límites porque aprendieron desde pequeños que lo suyo siempre podía esperar. Que su incomodidad era irrelevante frente a la comodidad ajena.
No es una exageración. Es un patrón. El mismo patrón que luego se replica en empresas donde se exprime a los empleados porque "hay que sacar el mes", en relaciones donde se tolera lo intolerable por no molestar, en vidas que parecen estables por fuera pero están rotas por dentro.
Hay una relación directa entre cómo tratamos a nuestros hijos y cómo tratamos a nuestros equipos. Quien escatima tiempo, energía o cariño con su familia, también lo hace con su gente en el trabajo. Liderar no es imponer. Es cuidar. Escuchar. Estar presente. Y eso no se improvisa a las nueve de la mañana con una taza de café en la mano. Se cultiva cada día, empezando por los tuyos.
Por eso, si eres un CEO, un director comercial o un líder de equipo, hazte esta pregunta con honestidad: ¿te fiarías de alguien que delega su responsabilidad más importante —el bienestar emocional de su hijo— en la primera opción barata que encuentra? ¿Confiarías en alguien que necesita tener la casa vacía para sentirse en paz?
Cada vez que dejas a tu hijo en un lugar que no elegirías para ti, le estás enseñando que él tampoco tiene derecho a elegir. Que tiene que adaptarse. Aguantar. Tragar. Y eso, cuando se convierte en hábito, se transforma en identidad. Criamos adultos resignados. Personas que trabajan por dinero, no por propósito. Que aguantan jefes mediocres porque así les educaron. Que no se van de un sitio donde no se sienten queridos porque eso ya les resulta familiar.
Podrías cambiarlo. Pero no lo haces. Porque cambiar implica pensar. Y pensar implica asumir. Y asumir duele. Así que lo llamas “campamento urbano” y te quedas tan ancho. Miras a tu hijo sudado a las ocho de la tarde y le dices “¿Qué tal lo has pasado?”. Y cuando responde “bien”, te convences de que todo va bien.
Tus hijos no necesitan más pantallas, ni más juguetes, ni más campus tecnológicos. Necesitan tu atención. Tu tiempo. Tu esfuerzo. No tu dinero. Necesitan ver que te importa lo que sienten, no solo lo que dicen. Que sus veranos no son el peaje que pagas para descansar. Que tú también te incomodas por ellos. Porque eso es amor. Lo demás es logística.
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